La absurda geometría

Por Joaquín Ayala.

Siempre he sentido predilección por las películas colectivas de episodios, que vivieron su apogeo entre los años 50 y 60 del pasado siglo. Resulta entrañable ver cómo su frecuente imperfección ha sido podada por el tiempo, de modo que, por poner un ejemplo, los episodios de La lujuria (Demy) o La pereza (Godard) han hecho olvidar en la memoria cinéfila el resto de los pecados capitales de la película a ellos dedicada en 1962. Esa sensación evade ese riesgo ya desde su planteamiento: se trata de una obra rodada a seis manos, en la que cada director rueda uno de los tres segmentos, eso sí, con germinal vocación de hacerlos dialogar, intercalándolos, mientras comparten un lenguaje afín y transitan un mismo imaginario. Y el artificio funciona. Nos da igual quién sea el responsable último de cada historia porque, del mismo modo que ocurre con las extrañas figuras geométricas de los títulos de crédito, las piezas encajan sin fricción, unidas por huecos e intersticios, como en la vida.

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Más allá del acierto estructural, la cohesión final, el aire común que respira la cinta, parece provenir de tres elementos concertados: la fisicidad, el humor, y la apología de lo cotidiano.

El surrealismo, con el que a menudo se ha relacionado a los directores de esta película, actúa aquí como un sustrato, un vigoroso referente con el que comparten, además del humor, el interés por lo sensorial y, más en concreto, por el tactilismo, un componente de la realidad normalmente obviado en el cine más convencional.

Para abordar su condición humorística, partiremos de una simplificación deliberada: hoy más que nunca se debe desvelar la oposición entre el noble humor y la omnipresente gimnasia de la comedia. El humor, aquí entendido como posición, como actitud vital, englobaría las dimensiones intelectual y afectiva; la segunda supeditada a la primera, puesto que al buen humorista se le exige, por encima de cualquier otra cosa, su dominio del distanciamiento, una aparente insensibilidad que enmascare los afectos y permita adoptar la necesaria posición elevada, lo que Bergson denominaba, en su clásico libro sobre la risa, una «anestesia momentánea del corazón».

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En ese sentido, el humor se muestra en la película que nos ocupa como una alternativa a la insuficiencia del realismo para verbalizar el desencuentro con el mundo que nos rodea. Se trata, sin duda, de un poderoso recurso liberador y subversivo, que, tal y como escribió el surrealista checo Effenberger, «no niega ni la racionalidad ni la lógica del sentido: se apropia de ellas».

En el caso de Juan Cavestany, Julián Génisson y Pablo Hernando, no parece sencillo identificar al enemigo; quizás ni siquiera lo haya. Su subversión se diría no contra algo sino hacia algo. La falta de certezas de nuestra época niega también los límites al campo de batalla. Arriesgando el tipo, me atreveré a proponer los motivos sobre los que giran las tres historias de Esa sensación: el amor (y el derrumbe de sus convenciones), la trascendencia (y toda forma de disciplina que aspire a ella) y la comunicación (que nos une y separa a un tiempo).

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Pero, por encima de todo, Esa sensación es una vindicación de lo cotidiano: uno de los personajes de La tumba de Bruce Lee, el anterior largometraje de Julián Génisson, le dice a otro: puede pasar que tengas una cosa delante y no la estés viendo, que seas incapaz de verla como lo que es. Puede que el extrañamiento y desconcierto que esta película nos produce por momentos no sea otra cosa que una invitación a descubrir lo que se oculta debajo de la aparente normalidad y, en consecuencia, a reconocer el cine que nos lo revela. Quizás, en nuestros días, ver más allá de lo evidente sea una necesaria forma de aprender a vivir.

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